Por Greg Grandin, The New York TimesNingún presidente en la historia de la república ha utilizado la palabra “América” —para referirse a Estados Unidos— con tanta eficacia como Donald Trump, no como símbolo para invocar la unidad, sino como combustible para mantener encendidas las hogueras de nuestras guerras culturales.
América, América: hazla grande.
Ya es grande.
Mantenla grande.
América debe.
América lo hará.
América primero.
“América”, dijo Stephen Miller, jefe adjunto de gabinete de Trump e impulsor de gran parte de su política interior nativista, “es para los estadounidenses y solo de los estadounidenses”.
Pero ¿qué significa ser estadounidense si hombres armados y enmascarados pueden perseguir a cualquiera, ciudadano o no, en las calles, obligando a la gente a subir a camionetas sin matrícula, para ser, si Trump se sale con la suya, desaparecidos en la remota Luisiana o llevados a un centro penitenciario en El Salvador?Trump y agentes como Miller están librando una guerra no solo contra los migrantes, sino también contra el concepto de ciudadanía.
Según un informe, el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE, por su sigla en inglés) expulsó hasta 66 ciudadanos estadounidenses durante el primer mandato de Trump, y ahora ha emitido una orden ejecutiva que pone fin a la ciudadanía por derecho de nacimiento.
Su gobierno está exiliando a niños que nacieron en Estados Unidos, como el caso de un niño de 4 años con cáncer en fase terminal.
El Departamento de Justicia afirma que está “dando prioridad a la desnaturalización”, estableciendo un marco para revocar la ciudadanía a los ciudadanos naturalizados que la Casa Blanca considere indeseables.
El vicepresidente JD Vance admite que la ampliación del ICE es el principal resorte de la agenda de la Casa Blanca.
En una serie de publicaciones en redes sociales, rechazó las preocupaciones sobre el proyecto de ley de reconciliación del presidente.
Nada más del proyecto de ley importaba —ni la deuda ni los recortes de Medicaid—, dijo, comparado con asegurar “el dinero del ICE”.
Ahora, la agencia —que ya actúa como una policía secreta— dispondrá de 75.
000 millones de dólares adicionales para construir centros de detención, contratar nuevos agentes y sobrecargar sus operaciones.
La guerra de Trump contra la ciudadanía va de la mano de su politización de la palabra América, y aunque la primera no tiene precedentes en su intensidad, la segunda se nutre de una arraigada tradición estadounidense, tan antigua como la propia nación.
Durante la primera mitad del siglo XVIII, la mayoría de las personas que vivían en el hemisferio occidental se referían a todo el Nuevo Mundo como América.
Luego, hacia la década de 1760, en reacción a los esfuerzos de la corona británica por establecer un control más estricto sobre sus posesiones americanas, los súbditos británicos disidentes empezaron a utilizar América en dos sentidos, para referirse tanto al Nuevo Mundo como a su porción de ese mundo, el estrecho trozo de tierra entre los Alleghenies y el mar.
En 1777, los Artículos de la Confederación denominaron al nuevo país Estados Unidos de América, pero también se refirieron a él como América a secas.
Esa fusión retórica de todo el Nuevo Mundo con una parte de ese mundo era una aspiración, pues muchos en Estados Unidos esperaban que la nación abarcara todo el hemisferio, o que al menos llegara pronto al océano Pacífico.
George Washington fue uno de los primeros en apropiarse de América exclusivamente para Estados Unidos: “El nombre de americano”, dijo a los ciudadanos estadounidenses en su discurso de despedida de 1796, “les pertenece”.
En cambio, los independentistas del continente que pretendían deshacerse del dominio español no reclamaron el nombre de América como propio.
Para ellos, América no simbolizaba el nacionalismo, sino el internacionalismo.
El dirigente político colombiano Francisco de Paula Santander escribió en 1818 que poco importaba dónde había nacido exactamente, pues él “no soy más que americano, y mi patria es cualquier región de América en que no tenga el más pequeño influjo el gobierno español”.
Simón Bolívar, el líder venezolano que liberó gran parte de Sudamérica del dominio español, esperaba que una América libre —toda ella— condujera a la humanidad hacia un futuro regido por el derecho y la justicia.
Algunos dentro de Estados Unidos compartían esta visión.
En su discurso del 4 de julio de 1821, John Quincy Adams anticipó el tipo de patriotismo optimista que más tarde se asoció con presidentes como Woodrow Wilson y Ronald Reagan, diciendo que “América” dio al mundo los principios de “igual libertad, de igual justicia y de iguales derechos”.
La visión de Adams era más esperanzadora que real.
En las décadas siguientes, la esclavitud se extendió, la expulsión de los pueblos indígenas y la expansión hacia el oeste se aceleraron y un nacionalismo beligerante, del tipo que hoy representa el movimiento MAGA (“Make America Great Again” o “Hagamos a Estados Unidos grandioso de nuevo”, en español), encontró su voz.
Adams vio con desesperación cómo lo que él llamaba el “exterminador anglosajón y esclavista de indios” se convertía en un arquetipo nacional heroico.
La guerra contra México cobró impulso, sobre todo después de que los colonos esclavistas blancos “texanos” se liberaran en 1836 del dominio mexicano.
Los tejanos afilaron el filo supremacista de la identidad blanca en oposición a México, en la fantasía sostenida por muchos de que la nueva República de Texas era solo un peldaño para convertir todo el continente en una patria para los anglosajones.
La bandera de la estrella solitaria, dijo el presidente de Texas, Sam Houston, sería “llevada por la raza anglosajona” sobre México y América Central.
“Americanizar este continente” mediante “la espada”, instó Ashbel Smith, otro estadista y esclavista tejano.
El anglosajonismo beligerante se convirtió, como temía Adams, en un rasgo impulsor del americanismo —o lo estadounidense— y sus virtudes fueron definidas en oposición a los vicios que, imaginaban, definían a los hispanoamericanos.
“Un gobierno bueno, estable, justo, igualitario y republicano nunca existirá en las repúblicas españolas”, escribió The New York Morning Herald en 1839, “hasta que la raza anglosajona tenga posesión de las riendas del gobierno de toda Sudamérica”.
Las nuevas repúblicas hispanoamericanas eran, en otras palabras, los “países de mierda” originales del mundo.
Estados Unidos se anexionó Texas en 1845 y, al año siguiente, invadió México.
En 1848, el ejército estadounidense había ganado la guerra, y aunque había muchos expansionistas entusiasmados a favor de apoderarse de “todo México”, la opinión contraria del senador John C.
Calhoun, por Carolina del Sur, se impuso.
Calhoun advirtió que incorporar las “razas mestizas” de México a Estados Unidos socavaría el dominio “caucásico”.
Estados Unidos no podía acogerlos como ciudadanos.
“El nuestro es el gobierno del hombre blanco”, dijo Calhoun.
Y había demasiados mexicanos para convertirlos en esclavos.
El Congreso se limitó a tomar solo la mitad norte de México, menos densamente poblada.
A Hispanoamérica se le ocurrió una respuesta duradera al anglosajonismo, tras la invasión de Nicaragua por William Walker en 1855.
Walker, un mercenario de Tennessee aliado con los esclavistas del sur, fracasó en su intento de “americanizar” Nicaragua, pero sus acciones indignaron tanto a los hispanoamericanos que empezaron a hablar de que había dos Américas irreconciliables.
Al añadir el adjetivo “latina” a América, se definieron como más humanistas, espirituales y conscientes de la interdependencia social de la existencia humana que sus vecinos “sajones” del norte, avaros, individualistas, egoístas, conquistadores y esclavizadores.
Actualmente, el uso de “América” para referirse a Estados Unidos se ha convertido en algo usual; la mayoría de los angloparlantes lo utilizan sin intención hostil.
Aun así, muchos latinoamericanos se inquietan cuando los representantes de Estados Unidos reivindican el nombre de América como si no existiera América Latina.
Y cuando alguien como Miller dice “América para los estadounidenses”, la malicia es palpable.
En 1971, el periodista y novelista uruguayo Eduardo Galeano escribió: “Por el camino hasta perdimos el derecho de llamarnos americanos”.
Galeano era un intelectual citadino, pero los mexicanos más pobres, muchos de quienes vivían en zonas rurales, que llevan más de un siglo cruzando la frontera sur estadounidense en busca de trabajo han tenido quejas similares.
Los Tigres del Norte, el grupo norteño mexicano, dice en una de sus canciones que “América es todo el continente” y que “el que nace aquí, es americano”.
Otra canción cantan:“Somos más americanos que el hijo de anglosajón”.
Los Tigres del Norte son muy populares en la comunidad migrante, a la que hoy acecha el ICE y a cuyos hijos nacidos en suelo estadounidense, si Trump se sale con la suya, se les negará la ciudadanía.
Cuando Estados Unidos se liberó del dominio colonial hace 249 años, ayudó a que surgieran, como dijo Adams un lejano 4 de julio, los principios modernos de igualdad y justicia.
Pero también conjuró una reacción contra esos principios.
La esclavitud se extendió monstruosamente, mientras las guerras raciales en la frontera alimentaban la idea de que Estados Unidos no era igual a otras naciones: estaba por encima, y era mejor que las otras nuevas repúblicas que formaban “América”.
Los ideólogos del núcleo del trumpismo continúan esta tradición, imaginando “América” o Estados Unidos como el corazón de un anglosajonismo asediado.
Como en la década de 1840, su fijación compartida es México.
Entonces, la “gran raza teutona” se estaba extendiendo, como escribió el enviado estadounidense a México en vísperas de la guerra mexicoestadounidense, y pronto “impregnaría el continente”.
Ahora está replegada sobre sí misma, acurrucada tras un muro e instando a la Casa Blanca a reprimir con más severidad a los migrantes.
La lucha sobre el significado de América revela el nacionalismo MAGA por lo que es: la expresión más reciente de la supremacía anglosajona, un deseo de dominar el mundo, pero sin que el mundo le exija rendir cuentas.
¿Quién puede llamarse estadounidense en el Estados Unidos de Trump? Hay que preguntarle a Brian Gavidia, ciudadano estadounidense a quien la Patrulla Fronteriza detuvo el 12 de junio.
Los agentes lo empujaron de cara contra una valla metálica mientras le exigían saber en qué hospital había nacido.
“¡Soy estadounidense, hermano!”, respondió Gavidia.
Más tarde, Gavidia dijo: “No estamos seguros, gente.
Hoy no estamos seguros en Estados Unidos”.
Greg Grandin es profesor de historia en Yale y autor de America, America.
c.
2025 The New York Times Company.
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