Cada quién se va con la suya Vanguardia.com.mx

En Hermosillo conocí a Jesús Terán Morales.
Fue profesor de escuela.
Se jubiló después de 39 años y tres meses de servicios.
Luego se dedicó a un quehacer gozoso: rescatar las tradiciones de los pequeños pueblos de Sonora donde vivió con su familia, o que conoció a lo largo de su largo magisterio.
Publicó un lindo libro Chuy Terán.
Se llama “Me lo contaron.
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Lo cuento”.
En él recoge anécdotas regocijadas; sucesos trágicos o hilarantes; relatos de los ancianos memoriosos.
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Me dedicó ese libro: “Para Catón, de parte de un bisoño rescatador de historias pueblerinas que lo admira por su humorismo y su humanismo”.
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Uno de ellos habla del tiempo –mediados del pasado siglo– cuando llegaron misioneros protestantes a evangelizar a los campesinos de las pequeñas comunidades sonorenses.
Unos por interés, otros por sincera convicción, muchos se convirtieron a la nueva fe, de modo que pronto hubo bastantes “aleluyas”, como se les llamaba entonces a los protestantes.
(También por acá se les llamaba así.
Había un versillo contra los evangélicos, el cual versillo no tomaba en cuenta que la palabra “aleluya” se usa también, y mucho, en la liturgia del catolicismo.
Decía así esa rima chocarrera: “Aleluya, aleluya; cada quién se va con la suya”.
¿La recuerdas?).
El caso es que el pastor o ministro de una de esas iglesias bautizaba a los conversos con el procedimiento de inmersión total.
Para eso buscó una pequeña poza que se formaba con las aguas de la acequia que pasaba por el pueblo.
Una señora había manifestado su deseo de ingresar a tal iglesia, y el pastor anunció con grande gozo que el siguiente domingo bautizaría a la nueva hermana, para lo cual invitó a todo el pueblo a la ceremonia.
En efecto, casi todos los vecinos acudieron a presenciar aquel insólito suceso.
Apareció la hermana, pues, toda de blanco hasta los pies vestida, y apareció también el reverendo, ataviado igualmente con alba camisa y albo pantalón.
Entraron los dos en el agua; ella con cierta vacilación, pues no sabía bien a bien a lo que iba, ni lo que debía hacer.
El pastor la instruyó: le dijo que la sumergiría tres veces, y que tres veces le preguntaría si había renacido ya en el Señor.
Sólo hasta la tercera vez ella respondería que sí.
Entonces quedaría bautizada, y la congregación entonaría un canto de alabanza.
Así hizo el reverendo.
Tomó por los hombros a la mujer y con violencia muy poco cristiana la sumió en el agua.
La tuvo casi un minuto sumergida, tanto que la mujer empezó a dar manotazos para poder salir.
Sacó la cabeza, asustada y tosiendo por el agua que había tragado.
El pastor hizo caso omiso de eso.
Le preguntó con tono altísono: “¿Renaciste ya en el Señor?”.
Ella no contestó, en parte por las instrucciones recibidas y en parte porque no podía hablar.
Otra vez el ministro sumergió enérgicamente a la espantada catecúmena.
Ella luchaba con angustia por sacar la cabeza.
Cuando la tuvo fuera, el hombre le preguntó otra vez, magnílocuo: “¿Renaciste ya en el Señor?”.
La pobre mujer luchaba por desasirse de las piadosas manos del pastor.
El pánico se le veía en el rostro, y nada contestó.
Sumergiola entonces el reverendo por tercera vez, y cuando después de un rato que a todos se les hizo eterno la mujer sacó por fin la cabeza, echando agua por nariz y boca, el pastor volvió a preguntarle con voz atronadora: “¿Renaciste ya en el Señor?”.
El marido de la señora ya no se pudo contener.
Le gritó a su esposa:–¡Dile que sí, pendeja, porque si no este pinchi viejo te va a ajogar!